¿Se puede vivir sin perfume?
Obviamente, sí. Pero, aceptando que el lujo es siempre accesorio y fútil, quizá este sea el menos banal de todos los lujos.
Es innegable que nuestro desarrollo personal va parejo a las esencias con las que nos perfumamos. Si por ejemplo pienso en mi infancia, me huele a cítricos envasados en un bote de colonia a granel: ahí no hay confusión posible, porque de niños somos todos iguales. Saltemos, pues, a la adolescencia, cuando todo se complica. Entre mis recuerdos de aquella etapa destaca uno asociado al olor. Mi hermana mayor viaja en el asiento del copiloto del coche de mi madre, camino del colegio, mientras yo me acomodo justo detrás de ella. Me lleva tres años, es más popular y estilosa que yo, y a mí me saca de quicio que mi romántico eau de toilette de rosas quede sepultado por su impactante eau de parfum con maderas y vainilla…
Creo que no encontramos nuestro verdadero perfume (o más bien nuestros perfumes, ya que algunas personas tenemos cuatro o cinco favoritos siempre al alcance de la mano) hasta que alcanzamos la madurez. Es entonces cuando comprendemos, al fin, que más allá de las tendencias debemos elegir nuestra manera de presentarnos ante el mundo. Y eso pasa por ser más de stiletto o de bailarina, pero también por ser más de pimienta o de jazmín. Lo más maravilloso de las fragancias es que varían dependiendo de la piel sobre la que se han vaporizado. Es decir, que una esencia no huele igual si la llevo o yo que si la llevas tú, y eso es algo de agradecer en estos tiempos de globalización y uniformidad extremas.
Los perfumes, sí, nos diferencian, nos definen y nos ubican. Nos dan energía cuando el ánimo decae y nos otorgan seguridad ante una cita importante. Nos permiten jugar, nos ayudan a querernos más y nos empoderan. Nos conectan con el pasado y nos permiten soñar el futuro.
¿Se puede vivir sin perfume?
Sí… pero definitivamente no.
Texto de María Fernández-Miranda, periodista.