La nieve en sí no tiene olor, puesto que es “agua congelada”. Sin embargo, sí podemos oler de alguna manera el fenómeno meteorológico que propicia la caída de los primeros copos. Con la bajada de las temperaturas, ciertos olores se vuelven menos profundos y penetrantes, cambiando el espectro aromático de lo que tenemos alrededor.

Además, el frío condiciona mucho los aromas que percibimos; no es igual oler algo caliente que frío, pues el olor se acentúa mucho más cuando algo está caliente.

Elementos como el frío, la humedad y el nervio trigémino tienen la capacidad de crear una experiencia sinestésica, de forma que podríamos asociar el olor de la nieve a un “frío blanco intenso”.

La nieve en sí no tiene olor, puesto que es “agua congelada”. Sin embargo, sí podemos oler de alguna manera el fenómeno meteorológico que propicia la caída de los primeros copos. Con la bajada de las temperaturas, ciertos olores se vuelven menos profundos y penetrantes, cambiando el espectro aromático de lo que tenemos alrededor.

Además, el frío condiciona mucho los aromas que percibimos; no es igual oler algo caliente que frío, pues el olor se acentúa mucho más cuando algo está caliente.

Elementos como el frío, la humedad y el nervio trigémino tienen la capacidad de crear una experiencia sinestésica, de forma que podríamos asociar el olor de la nieve a un “frío blanco intenso”.